Tormentas solares: cuando la tecnología nos hace vulnerables
Lejos de ser el ombligo del universo o un planeta aislado en el medio interestelar, la Tierra está sometida a las influencias cambiantes de su entorno. El Sol y la colisión con cuerpos menores representan nuestras principales amenazas. Afortunadamente, el planeta dispone de diversas pantallas de protección que han permitido a la vida evolucionar a lo largo de varios miles de millones de años
Sin embargo, nuestra creciente dependencia de los satélites de comunicaciones y de los sistemas de navegación hace a la sociedad moderna especialmente vulnerable a los vaivenes de la meteorología espacial. La infraestructura tecnológica en órbita, lo que algunos llaman la “ciberelectroesfera”, se encuentra expuesta a la radiación y a los flujos de partículas procedentes del Sol. Ahora que comienza un nuevo ciclo de actividad solar, ¿es nuestra tecnología cada vez más propensa a ser azotada por el tiempo del espacio?
Es bien sabido que las manchas y fulguraciones del Sol pueden tener efectos sobre el clima terrestre o la capa de ozono. Y dentro de esta interacción Sol-Tierra, hay un fenómeno que preocupa cada vez más a los tecnólogos: las tormentas solares. Las emisiones coronales de masa, es decir, nubes de partículas cargadas eléctricamente que salen despedidas del Sol, son su principal detonante. Su número e intensidad varía en ciclos de 11 años, cuyo próximo máximo esta previsto para finales de 2012.
“Durante una tormenta solar, el flujo de partículas de alta energía se incrementa. En pocas horas, se emiten miles de millones de toneladas de partículas cargadas eléctricamente que, en ocasiones, impactan con nuestro planeta”, explica Manuel Vázquez, experto en física solar del Instituto de Astrofísica de Canarias (IAC). Transportadas por el viento solar, estas partículas dan lugar a perturbaciones geomagnéticas y auroras boreales intensas que son especialmente dañinas para la tecnología espacial, la salud de los astronautas y las grandes redes de distribución de energía eléctrica en tierra. Y tienen suficiente energía para que su impacto pueda romper los enlaces de moléculas tan esenciales para la vida como las del ADN.
La magnetosfera y nuestra propia atmósfera son las principales barreras contra los posibles daños de estas partículas. Pero todas las barreras tienen sus debilidades. La magnetosfera es más vulnerable en latitudes altas, donde se suelen ver las auroras, y el daño de dichas partículas será también mayor a alturas mayores, donde el espesor de la atmósfera es menor. Por ello, Vázquez insiste en que su efecto depende no sólo de su intensidad, sino también de la geometría de la nube de partículas con respecto a la Tierra.
Lejos de la inmunidad
Estos fenómenos transitorios procedentes del Sol tienen consecuencias en la salud humana, sobre todo para las poblaciones en latitudes medias y a grandes alturas. Según diversos estudios, durante las tormentas solares no sólo aumenta la probabilidad de desarrollar un cáncer, sino que también lo hace el riesgo de enfermedades cardiovasculares. La viscosidad de la sangre aumenta bruscamente y la actividad funcional del cerebro se ve alterada.
Las tormentas magnéticas, en condiciones extremas, pueden además alterar el ritmo cardiaco de los astronautas en la Estación Espacial Internacional, que dispone de una habitación especial para que se refugien en ella durante una tormenta. Como apunta Vázquez, “uno de los problemas a los que nos enfrentamos a la hora de llevar a cabo un vuelo tripulado a Marte es el de cómo proteger a la tripulación durante un período prolongado del efecto de las tormentas solares”.
De vuelta a la vida en la Tierra, las corrientes inducidas por estas tormentas pueden llegar a acelerar la corrosión de grandes oleoductos y dañar las redes de suministro eléctrico. Pero, ¿por qué el Sol puede distorsionar mi GPS, alterar la ruta de los aviones o dejarme sin televisión por cable durante horas?
Las perturbaciones en la ionosfera repercuten en la transmisión de ondas de radio, por ejemplo, desde los satélites espaciales a las estaciones terrestres. La precisión de los sistemas de navegación como el GPS se ve afectada por la pérdida temporal de la señal, algo que ocurre casi de forma rutinaria en las regiones ecuatoriales. Para mitigar los efectos del tiempo espacial en el GPS, durante la próxima década se prevé la instalación de códigos más resistentes a los apagones causados por el centelleo o las ráfagas solares.
Si estuviéramos sobrevolando en avión alguno de los polos, es probable que el piloto tuviera que cambiar su ruta. Debido a que en esas latitudes los aviones no utilizan comunicación vía satélite, sino que confían en las señales de radio de alta frecuencia, una súbita interrupción de las transmisiones podría poner en peligro la seguridad del vuelo. Extrapolando esta situación al resto del globo, un corte global de las comunicaciones durante unas horas tendría unas graves consecuencias. Y no sería la primera ni la última vez.
Tormentas del pasado y del futuro
A finales del verano de 1859, una intensa tormenta solar ocasionó serios problemas a las por entonces incipientes comunicaciones por telégrafo. La gran tormenta geomagnética de 1989, la más intensa de la Era Espacial, provocó el colapso durante 90 segundos de las redes de suministro eléctrico de Québec, en Canadá, dejando a millones de personas sin electricidad durante casi diez horas. Poco después, en 1994, dos satélites de comunicaciones también canadienses quedaron inutilizados por una tormenta solar. El teléfono dejó de funcionar en medio centenar de ciudades, los periódicos y la radio no pudieron difundir información y unas cien mil personas tuvieron que reorientar manualmente sus antenas para poder ver la televisión. Las pérdidas fueron millonarias.
Hoy en día, varios equipos en tierra se encargan de la predicción de la actividad solar. Sin embargo, en opinión del astrofísico Manuel Vázquez, “nos falta una cobertura global del medio interplanetario entre el Sol y nosotros. Nuestros métodos de predicción están en una situación similar a la meteorología terrestre de los años sesenta, cuando se basaban sólo en los datos de una serie de barcos en los océanos”.
La historia nos dice que este tipo de fenómenos espaciales extremos han tenido lugar más de una vez y que, aunque son poco comunes, pueden volver a ocurrir de nuevo. En el reino de la ciberelectroesfera, tormentas solares de tal magnitud podrían afectar a cientos de millones de personas en el planeta. Y, aunque el riesgo de que ello cause un colapso catastrófico en la red eléctrica es bajo, no deja de ser real. ¿Estamos preparados para asumir sus posibles efectos?
Es bien sabido que las manchas y fulguraciones del Sol pueden tener efectos sobre el clima terrestre o la capa de ozono. Y dentro de esta interacción Sol-Tierra, hay un fenómeno que preocupa cada vez más a los tecnólogos: las tormentas solares. Las emisiones coronales de masa, es decir, nubes de partículas cargadas eléctricamente que salen despedidas del Sol, son su principal detonante. Su número e intensidad varía en ciclos de 11 años, cuyo próximo máximo esta previsto para finales de 2012.
“Durante una tormenta solar, el flujo de partículas de alta energía se incrementa. En pocas horas, se emiten miles de millones de toneladas de partículas cargadas eléctricamente que, en ocasiones, impactan con nuestro planeta”, explica Manuel Vázquez, experto en física solar del Instituto de Astrofísica de Canarias (IAC). Transportadas por el viento solar, estas partículas dan lugar a perturbaciones geomagnéticas y auroras boreales intensas que son especialmente dañinas para la tecnología espacial, la salud de los astronautas y las grandes redes de distribución de energía eléctrica en tierra. Y tienen suficiente energía para que su impacto pueda romper los enlaces de moléculas tan esenciales para la vida como las del ADN.
La magnetosfera y nuestra propia atmósfera son las principales barreras contra los posibles daños de estas partículas. Pero todas las barreras tienen sus debilidades. La magnetosfera es más vulnerable en latitudes altas, donde se suelen ver las auroras, y el daño de dichas partículas será también mayor a alturas mayores, donde el espesor de la atmósfera es menor. Por ello, Vázquez insiste en que su efecto depende no sólo de su intensidad, sino también de la geometría de la nube de partículas con respecto a la Tierra.
Lejos de la inmunidad
Estos fenómenos transitorios procedentes del Sol tienen consecuencias en la salud humana, sobre todo para las poblaciones en latitudes medias y a grandes alturas. Según diversos estudios, durante las tormentas solares no sólo aumenta la probabilidad de desarrollar un cáncer, sino que también lo hace el riesgo de enfermedades cardiovasculares. La viscosidad de la sangre aumenta bruscamente y la actividad funcional del cerebro se ve alterada.
Las tormentas magnéticas, en condiciones extremas, pueden además alterar el ritmo cardiaco de los astronautas en la Estación Espacial Internacional, que dispone de una habitación especial para que se refugien en ella durante una tormenta. Como apunta Vázquez, “uno de los problemas a los que nos enfrentamos a la hora de llevar a cabo un vuelo tripulado a Marte es el de cómo proteger a la tripulación durante un período prolongado del efecto de las tormentas solares”.
De vuelta a la vida en la Tierra, las corrientes inducidas por estas tormentas pueden llegar a acelerar la corrosión de grandes oleoductos y dañar las redes de suministro eléctrico. Pero, ¿por qué el Sol puede distorsionar mi GPS, alterar la ruta de los aviones o dejarme sin televisión por cable durante horas?
Las perturbaciones en la ionosfera repercuten en la transmisión de ondas de radio, por ejemplo, desde los satélites espaciales a las estaciones terrestres. La precisión de los sistemas de navegación como el GPS se ve afectada por la pérdida temporal de la señal, algo que ocurre casi de forma rutinaria en las regiones ecuatoriales. Para mitigar los efectos del tiempo espacial en el GPS, durante la próxima década se prevé la instalación de códigos más resistentes a los apagones causados por el centelleo o las ráfagas solares.
Si estuviéramos sobrevolando en avión alguno de los polos, es probable que el piloto tuviera que cambiar su ruta. Debido a que en esas latitudes los aviones no utilizan comunicación vía satélite, sino que confían en las señales de radio de alta frecuencia, una súbita interrupción de las transmisiones podría poner en peligro la seguridad del vuelo. Extrapolando esta situación al resto del globo, un corte global de las comunicaciones durante unas horas tendría unas graves consecuencias. Y no sería la primera ni la última vez.
Tormentas del pasado y del futuro
A finales del verano de 1859, una intensa tormenta solar ocasionó serios problemas a las por entonces incipientes comunicaciones por telégrafo. La gran tormenta geomagnética de 1989, la más intensa de la Era Espacial, provocó el colapso durante 90 segundos de las redes de suministro eléctrico de Québec, en Canadá, dejando a millones de personas sin electricidad durante casi diez horas. Poco después, en 1994, dos satélites de comunicaciones también canadienses quedaron inutilizados por una tormenta solar. El teléfono dejó de funcionar en medio centenar de ciudades, los periódicos y la radio no pudieron difundir información y unas cien mil personas tuvieron que reorientar manualmente sus antenas para poder ver la televisión. Las pérdidas fueron millonarias.
Hoy en día, varios equipos en tierra se encargan de la predicción de la actividad solar. Sin embargo, en opinión del astrofísico Manuel Vázquez, “nos falta una cobertura global del medio interplanetario entre el Sol y nosotros. Nuestros métodos de predicción están en una situación similar a la meteorología terrestre de los años sesenta, cuando se basaban sólo en los datos de una serie de barcos en los océanos”.
La historia nos dice que este tipo de fenómenos espaciales extremos han tenido lugar más de una vez y que, aunque son poco comunes, pueden volver a ocurrir de nuevo. En el reino de la ciberelectroesfera, tormentas solares de tal magnitud podrían afectar a cientos de millones de personas en el planeta. Y, aunque el riesgo de que ello cause un colapso catastrófico en la red eléctrica es bajo, no deja de ser real. ¿Estamos preparados para asumir sus posibles efectos?
Fuente: Cibersur
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